Vecinos

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Mayo 1992. Llueve. Son ya varios días de agua y no parece parar. Estoy recluido en mi casa, sin poder salir. Y no solamente por la lluvia. En realidad, en el último par de días se me cayeron todos los palitos.

El inventario de mi mala racha es largo como un rollo de papel sanitario. El fallecimiento de mi abuela precipitó mi mudanza a este apartamento, donde llegué, literalmente, con lo puesto: no tengo muebles, ni teléfono, ni siquiera electricidad. Un colchón, un par de libros… y ya. Y, encima, se me declara una neumonía con tos persistente y largos episodios febriles que me obliga a reposar.

Afuera, la lluvia sigue en sus buenas. Mato las horas tumbado en el colchón, a ratos leyendo, a ratos sudando la fiebre. Cerca del mediodía, tocan a la puerta. El toque es insistente, como lo haría quien duda si lo van a escuchar. No tengo idea de quién puede ser.

No sin dificultad, me levanto del colchón y camino hacia la puerta. Abro y me encuentro a una señora entrada en años cargando una bandeja. – Vecino, saludos, ¿cómo está? – me dice con una sonrisa amable.

Como puedo, le devuelvo saludo y sonrisa. – Aquí le traigo una sopita, para que se entone – me dice. Me quedo congelado, pero sólo por un milisegundo. ¿Cómo supo mi nueva vecina que yo estaba enfermo, y que no tenía comida ni cómo ni con qué cocinarla? Pasado el micro-instante de turbación, se impone la educación doméstica inculcada por mis mayores. – Muchísimas gracias, vecina. Gracias por esa maravillosa atención – digo, sinceramente conmovido por el gesto.

Mientras disfruto la sopa – que, ciertamente, me cae como un baño de gloria – sigo preguntándome qué come la vecina que adivina. ¿Me habrá oído toser? ¿Tan obvio es que no la estoy pasando bien? Decido que no importa. Lo que importa es la monumental lección de solidaridad que acabo de recibir.

Por varios días más, hasta que la enfermedad me soltó y pude completar la mudanza, la escena se repitió con puntualidad, cada mediodía y cada prima noche. Y eso sin que yo lo pidiera, aunque sí lo agradeciera. La vecina tocaba la puerta y me pasaba una bandeja con la misma comida que cocinaba para su familia, un vaso de agua fría y una tacita de café con el platico puesto encima para que no se enfriara.

¿Se puede ser más humano de ahí?

***

Mayo 2016. Llueve. Conduzco rumbo a mi casa al comienzo de la noche, luego de una jornada de trabajo. El pavimento húmedo difumina en manchones las luces blancas y rojas de los carros en lenta procesión. En el semáforo de la esquina de mi casa, me encuentro con el señor mayor que vende aguacates, mojado de pies a cabezas.

El señor se acerca a mi ventana y me ofrece los últimos tres aguacates que le quedaban. – Deme lo que usted quiera por los tres – me dice, prácticamente poniéndomelos en la mano. – Es que se me van a dañar, don – respondo, resistiéndome sin mucha convicción. Es verdad que a mí no me gusta que se me dañen alimentos, pero el señor me mata el gallo en la funda cuando me dice: – Lléveselos, por favor, es que no me quiero mojar más –. Pobre viejo, ombe. Le pago el precio habitual y sigo mi camino con tres aguacates a cuestas.

Ya en mi casa, pongo los aguacates en la repisa de la cocina y comienzo a pensar qué es lo que haré para que no se me dañen. Con uno ceno, me digo, y escojo uno y lo aparto del resto. ¿Qué hago con los otros dos?

Me llega una luz. Claro. Cómo no se me ocurrió antes. Tomo los dos aguacates, salgo a la escalera y bajo un piso. Toco el timbre.

Justo al hacerlo, me llega otra luz, esta vez en forma de preguntas. ¿Me abrirán? ¿Qué pensarán dentro del apartamento, cuando lo que suena es el timbre de la puerta y no el del intercomunicador que da hacia el parqueo? ¿Qué pensaría yo si tocan de repente mi timbre, sin previamente anunciarse por el intercomunicador?

Los segundos se sienten eternos, mientras me debato entre tocar de nuevo o devolverme para mi casa, pero me quedo ahí, parado frente a una doble puerta cerrada, con los aguacates en ristra.

Finalmente, una voz. Más bien, un grito. – ¿Quién es? –. La aprensión en la pregunta se puede casi tocar. Dudo antes de responder, pues soy consciente de que va a sonar muy raro lo que voy a decir. Casi cacofónico.

Tomo aire. – ¡El vecino de arriba! – grito a mi vez, haciendo la mueca que uno hace cuando uno ve algo que está a punto de caerse, o justo después de un relámpago y uno sabe que ahí viene el trueno.

Silencio. – ¿Quiéeeeen? – pregunta la voz, incrédula hasta la pared de enfrente. Resignado, repito. – ¡El vecino de arriba! – y que sea lo que Dios quiera.

Ellos no saben mi nombre, yo no sé el de ellos. Así que estamos, tristemente, a mano.

Más segundos se amontonan, y se sienten como horas. Puedo imaginar el debate al otro lado de las puertas. ¿Le abrimos? ¿No le abrimos? ¿Y si es un asaltante?

Mientras esperaba, pasó de todo por mi mente. Sentí, por ejemplo, las cañeras del vendedor de aguacates que se para en una esquina, aguardando que alguien se antoje de su mercancía. Y sentí, de sopetón, toda la soledad que puede haber en las colmenas que habitamos. La distancia física que nos separa podrá medirse en las pulgadas de una pared, en los centímetros de un entrepiso

pero estamos lejos, muy lejos, tanto como para no vernos, como para no existir para el otro.

Después de un par de minutos interminables, la puerta de madera chirrió y se entreabrió con lentitud. Una cara se asomó cautelosamente por la estrecha rendija. Yo aproveché y mostré los aguacates como quien enseña el premio mayor. No la dejé ni hablar, no fuera a ser que se arrepintiera.

– Mire, vecina, aquí le dejo unos aguacates que compré de más, para que los disfrute – dije, con mi mejor sonrisa. En un santiamén, a la doñita le quedó claro – número uno – que yo no era un salteador, sino el vecino anónimo que pocas veces veía y – número dos – que no había ningún gancho en mi ofrenda frutal.

Su cara se iluminó. – ¡Ay, gracias! – dijo con alegría. Por esa única fracción de segundo, fuimos vecinos de verdad. Mascullé un rápido buenas-noches, di media vuelta y subí de dos en dos los escalones hasta mi piso, antes de que se quebrara el hechizo y nos convirtiéramos en estatuas de sal.

Susantísimo, me dije al entrar a mi casa, extrañamente cansado por el encuentro cercano con el miedo que nos arropa. ¿En qué nos hemos convertido, que da tanto trabajo regalar un par de aguacates?

***

Historia bien conocida, la de lo de antes contra lo de ahora. Pero, más allá de la nostalgia, es evidente que algo se nos extravió en este último par de décadas. Cercanía. Un chin de generosidad. Y sobre todo, confianza, que es el cimiento de toda comunidad.

¿Y entonces? ¿Nos quedamos así? ¿O será posible recuperar algo de lo perdido, algo de lo olvidado?

¿Difícil? Tal vez. Pero no imposible.

¿Comenzamos?

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