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Un telegrama muy inocente

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– Don Juan, que dice mi mamá que vaya, que lo llaman por el teléfono – dijo la niña asomándose por una de las puertas. El abuelo acababa de soltar las aldabas de las tres puertas dobles de madera de su tienda, La Ideal, y se disponía a sentarse a leer el periódico en lo que llegaban los marchantes. No esperaba mucho movimiento aquella fría mañana de fines de diciembre, pues ya había pasado la Nochebuena, y el comercio en San Francisco de Macorís había regresado al ritmo somnoliento propio de los meses previos a las cosechas de arroz y de cacao.

El abuelo resopló fastidiado. La instantaneidad del teléfono le parecía una muestra del afán sin sentido de los tiempos modernos, por lo que se resistía a instalar uno en la tienda. Tendría que caminar dos cuadras hasta la casa de la doña que le permitía recibir unas pocas llamadas al mes. – Gracias, mi niña – contestó amable el abuelo con su espeso acento árabe, pues después de todo la niña no tenía culpa de nada. – Dile a Doña Engracia que ya voy. Bienvenido, encárguese – continuó, dirigiéndose alternativamente a la niña y a su empleado de siempre.

Después de dar un par de órdenes que Bienvenido se sabía de memoria, salió a la calle San Francisco. Caminó alejándose del centro con cierta prisa, lo que le daba a su cuerpo rechoncho un aire entre cómico y marcial. A pesar del fresco, ya había sudado copiosamente cuando llegó a su destino. Saludó mientras se secaba la frente con un pañuelo y se dirigió al teléfono.

– ¿Aló? – dijo el abuelo en voz muy alta. Siempre supuso que por el teléfono había que hablar recio. La respuesta sonó lejana pero clara. – Ahalan, paisano – saludó en árabe una voz familiar. – Es Yapur Dumit, de Santiago – continuó la voz. El abuelo se irguió sin querer al darse cuenta de que la llamada era de larga distancia.

– Hola, Yapur, ¿kaifa halok? – respondió el abuelo, también en árabe. – Bien, bien, Juan. Te llamo porque necesito que vengas hoy a ver la mercancía que me acaba de llegar – dijo su interlocutor. – Pero, Yapur, quedamos en que iba a ir a principios de enero – contestó el abuelo con cautela, consciente de que su principal suplidor sabía más que un lápiz.

Lo siguiente que dijo la voz al otro lado de la línea hizo que el abuelo frunciera el ceño con desconcierto. – Yo sé que quedamos en eso, Juan. Pero el lote está buenísimo y se está yendo como pan caliente. Te estoy llamando por cortesía, para que no te quedes sin comprar. Debes venir hoy – concluyó la voz. El abuelo notó algo raro, pero lo atribuyó a una mala conexión. – Caramba, Yapur – se quejó. – ¿Me vas a hacer ir hoy a Santiago? – preguntó buscando simpatía, rindiéndose a la idea de hacer el viaje.

– ¡Inocente mariposa! – gritó por el teléfono una voz completamente diferente. Al instante el abuelo reconoció a su mujer y soltó una palabrota en árabe. Le había tomado el pelo otra vez. Con toda naturalidad, el abuelo cambió del árabe a un cibaeño de eses arrastradas y pes suavizadas. – Carajo, Olga. Para eso me sacas de la tienda. No seas tú pendeja – rabió el abuelo. Por toda respuesta, sólo le llegó un rosario de carcajadas con sordina.

Incómodo, colgó el teléfono. Agradeció a la doña su atención, sin entrar en detalles acerca de la llamada, y emprendió el regreso a la tienda. El pique le duró menos de media cuadra. Antes de que se diera cuenta, ya se estaba sonriendo con la más reciente ocurrencia de su esposa. Dizque inocente mariposa. Esta Olga es especial, pensó, meneando la cabeza.

En efecto, la abuela no tenía reparos en poner su indudable talento para la imitación y las parodias al servicio de bromas familiares. El abuelo, que se subía y se bajaba tan rápido como la cerveza, era blanco frecuente de los relajos de la abuela. Decidió que esta vez, sin embargo, las cosas no se quedarían así. En menos de otra media cuadra ya el abuelo había urdido su venganza.

En un minuto llegó a la altura de la tienda, pero no entró. Bienvenido vio con extrañeza cómo su patrón siguió de largo hasta la oficina de correos, cuadra y media calle abajo. El abuelo entró al edificio y fue derechito a la celda del telegrafista. – Buenos días. Quiero poner un telegrama – le dijo a quemarropa al empleado, con una expresión tan malévola en el rostro que parecía que estaba asaltando un banco.

***

Todavía la abuela no había terminado de reírse de lo bien que le había salido la falsa llamada a su marido cuando escuchó el timbre. Abrió la puerta de la calle y se encontró con un cartero que le entregó un sobre que decía “Telegrama urgente” en letras rojas. Con el corazón en la boca y temiendo malas noticias, mientras firmaba el recibo la abuela le preguntó al cartero de dónde venía el telegrama. – De Bonao – respondió con indiferencia el empleado postal.

La abuela pensó de inmediato en su hermana y su cuñado que vivían en esa localidad y rompió el sobre nerviosamente. Lo que leyó la tranquilizó sólo a medias: JUAN Y OLGA (STOP) VAMOS TODOS PARA ALLA A RECIBIR 1953 (STOP) LA GENTE DE SANTIAGO TAMBIEN VA (STOP) LLEGAMOS MAÑANA (STOP) ADOLFO Y MARIA.

Se alivió cuando comprobó que no eran noticias malas, sin embargo se puso las dos manos en la cabeza, gesto que reservaba para cuando sucedía alguna catástrofe. La familia completa de Bonao y de Santiago vendría a su casa a pasar el fin de año. Rápidamente, la abuela calculó que en veinticuatro horas llegarían cerca de doce personas para una visita que duraría al menos cuatro días. A esto había que sumarle sus hijos y el resto de la familia que vivía en Macorís, quienes seguramente querrían compartir con los visitantes. En total, una trulla de treinta y cinco personas, contando adultos y niños.

Y ella que no tenía nada preparado. Para empezar, tendría que hacer una limpieza profunda de la casa. Cepillar los pisos de madera y meterle manguera a las paredes. Además tendría que ocuparse de preparar un menú completo de comida árabe en cantidades industriales. Desde los kippes – que tanto trabajo daban de hacer y de los que necesitaría más de quinientos – hasta el caldo de gallina y garbanzos para el almuerzo de Año Nuevo. Qué desastre, suspiró.

Por un momento la asaltó la duda de si el telegrama no sería un desquite de su marido. Lo examinó cuidadosamente tratando de comprobar su autenticidad, pero no notó nada extraño. De cualquier manera, no tenía más remedio que creer en él, pues no podía arriesgarse. Era impensable para una madre árabe fallar en cualquier cosa relacionada con hospitalidad o con comida.

De inmediato, la abuela puso manos a la obra. En menos de lo que se dice berenjena, reunió un pequeño ejército de mujeres, reclutadas en las casas de familiares y vecinos. Repartió el trabajo de limpieza y se concentró en la cocina. Elaboró una lista de los platos que debían ser preparados y calculó las cantidades.

Mandó a un emisario donde el abuelo con el mensaje de la multitudinaria visita y con la solicitud de dinero para el mercado. El abuelo, ni corto ni perezoso, envió más de lo que le pidieron, en un intento por disipar cualquier recelo que pudiera quedarle a su mujer respecto de la veracidad del telegrama.

Bien sabía el abuelo lo que tenía, pues, en el fondo, la abuela dudaba. No en vano tenía fama la abuela de que no se le escapaba nada. Y, en el fondo, el abuelo también dudaba si a él mismo no se le había ido la mano con la inocentada.

Así transcurrió el día

entre la abuela que preparaba la casa a todo vapor para una visita de la que no estaba segura y el abuelo que se debatía entre el remordimiento de conciencia y el no saber cómo dar por terminada la broma.

Al mediodía, cuando le llevaron a la tienda la acostumbrada bandeja con su almuerzo, el abuelo hizo algunas preguntas casuales para enterarse de cómo iban los preparativos. Las respuestas lo mortificaron más.

Entretanto, en la casa la abuela dirigía el operativo como un mariscal en el campo de batalla. Y mientras lo hacía, acallaba la vocecita de su poderosa intuición que le decía que algo en todo aquello no cuadraba.

Cayó la tarde y, sin muchas ganas, el abuelo cerró la tienda y caminó las cinco cuadras hasta la casa. Encontró un hervidero de actividad, pero ya todo se veía reluciente. Mientras más apreciaba el trabajo, más culpable se sentía.

Siguió hasta el fondo de la casa, porque sabía que allí encontraría a la abuela. Se detuvo en el umbral de la cocina. Sentada frente a una mesa llena de trigo, la abuela amasaba, ahuecaba y rellenaba bocadillos a una velocidad asombrosa.

El abuelo respiró hondo y dijo lo que tenía que decir. – Inocente mariposa – musitó casi como una interrogación, mostrando una copia del telegrama en sus manos.

La abuela se detuvo como si le hubieran echado un cubo de agua fría. Por un momento que se hizo eterno, miró fijamente al abuelo sin decir nada. El abuelo se fue poniendo chiquito, esperando la andanada verbal de su mujer. La abuela comenzó a hablar sin levantarse de su silla.

– ¡No lo puedo creer, Juan! – dijo con rostro severo. En realidad no estaba ni tan incómoda ni tan sorprendida, pero el abuelo se merecía sufrir un poco. – ¡No puedo creer que hayas sido capaz de algo como esto! – continuó. Pero entonces el abuelo puso una cara de colegial arrepentido que terminó de derretir a la abuela, quien estalló en risotadas sentada detrás de una pila de trigo a medio amasar.

El abuelo suspiró aliviado y se unió al coro de risas que se formó en la cocina. Cuando fue a abrazar a la abuela, todavía se atrevió a decirle algo al oído. – Estamos en paz – susurró el abuelo, recordando las muchas veces que había sido víctima de las bromas de su mujer.

Con el banquete a medio hacer, lo apropiado era terminar de prepararlo y disfrutarlo. Así lo hicieron. La Nochevieja de 1952 se celebró por todo lo alto, con los vecinos y con la parte de la familia que vivía en Macorís.

En el centro de la mesa donde fue servida la cena y ocupando un lugar de honor, había un pedazo de papel arrugado y de apariencia inocente. Era el telegrama falso, que no por serlo había dejado de motivar aquel fiestón.

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