
Acababan de dar las ocho cuando la Tía Tere posó sus frondosas asentaderas en la mecedora que – como hacía cada noche, salvo lluvia – había colocado en la acera, debajo del farol callejero que estaba al lado de la puerta de su casa. El terral ya había levantado y una brisa fresca lamía las piedras de la vieja ciudad colonial, por lo que la tía había tomado la precaución de cubrir sus hombros con una mantilla.
Esa noche continuaría releyendo El tulipán negro, obra menor de su autor favorito, Alejandro Dumas. Se sumergiría aplaciblemente en las intrigas de la burguesía de La Haya del siglo diecisiete mientras a su alrededor el vecindario iría, con igual placidez, aplacando poco a poco su ritmo hasta quedar dormido.
Libro en mano, Tía Tere se acomodó en el cojín y se dispuso a disfrutar del buen par de horas de lectura que tenía ante sí. Se alisó el amplio y sobrio vestido de algodón estampado que envolvía su generosa y rechoncha anatomía y se colocó los espejuelos de cadenita sobre el puente de la nariz.
Antes de abrir el libro, dio un rápido vistazo al ambiente de la plaza. Su casa – un inmueble sin dudas más antiguo que la trama con la que esperaba entretenerse aquella noche – quedaba directamente al frente del Parque Duarte. Al otro lado del parque contempló la imponente estructura de la iglesia del Convento de los Dominicos, que dominaba todo el entorno con su alto campanario y su bóveda gótica vestida de ladrillos.
No pudo evitar que la vista del Convento la transportara a otro tiempo. Como la buena maestra que siempre fue, Tía Tere disfrutaba imaginándose historias disímiles que pudieron haber sucedido en el mismo lugar que ocupaba su mecedora. Siempre terminaba preguntándose cuántos duelos debieron librar en su calle caballeros de capa y espada en diferentes siglos.
La brisa nocturna le trajo un aroma de flores mezcladas. Reparó en que había varias coronas de flores junto al pedestal de la estatua de Duarte. Merecido homenaje
asintió Tía Tere – incondicional admiradora del Padre de la Patria – mientras calculaba que faltaban apenas un par de días para el Día de la Independencia.
– Gracias, Juan Pablo – musitó como una plegaria para sí misma la Tía Tere, con los ojos puestos en la estatua de bronce que se elevaba a la par de las palmeras y los laureles del parque y que parecía un poeta a punto de declamar. Postura erguida, frente en alto y mirada a la lejanía
mano derecha en el pecho y la izquierda sosteniendo un folio con el lema patrio. A sus pies, un conjunto escultórico complementario no exento de contrastes: la dama Victoria cubierta de recatados y pesados ropajes acompañada de un efebo desnudo y turgente.
Ya con el libro abierto para iniciar la lectura, Tía Tere completó su inspección visual del parque y comprobó que estaba poco concurrido esa noche. Casi desierto. Aparte de transeúntes apresurados, había sólo un par de novios que intercambiaban arrumacos en una esquina lejana y un borracho de la calle que ocupaba un banco contiguo a la estatua.
No había completado un párrafo de la narrativa de Monsieur Dumas cuando algo captó su atención. Algo pasaba con el borracho. Sin cerrar el libro, miró discretamente en su dirección y lo vio revolverse con desasosiego en su banco. Parecía discutir consigo mismo. Además de borracho estaría desequilibrado, pensó Tía Tere.
Trató de volver al libro. No lo consiguió. El borracho seguía con su monólogo. De hecho, éste parecía intensificarse. La curiosidad le picó a Tía Tere, que intentó distinguir – con disimulo, eso sí – qué era lo que decía el hombre del banco. Aguzó el oído. Escuchó un par de palabras sueltas que le permitieron concluir que el ebrio señor insultaba a alguien. O tal vez a sí mismo.
– ¡Zoquete! – le pareció escuchar a la tía. – ¡Eso es lo que eres tú! ¡Un zoquete y un pendejo! – dijo el borracho, antes de caer en un silencio largo y atormentado. Por un rato, el hombre no habló más, lo cual hizo pensar a Tía Tere que podía regresar a su lectura sin más interrupciones. Estaba equivocada.
A los pocos minutos, el borracho – para fastidio de la Tía Tere – volvió a la carga. Esta vez, el volumen de sus imprecaciones era más alto, de forma que no podían quedar dudas de lo que decía. Todavía sin cerrar el libro, Tía Tere alzó la vista y estudió al hombre con detenimiento.
Vestía humildemente, pero no con harapos. Había cierto deslustre en su porte y en su postura, sin embargo, que delataba su condición de marginado. La retahíla de insultos continuaba. Tía Tere observó que el hombre hablaba con vehemencia, casi con indignación, pero no llegaba a usar palabras completamente destempladas. También observó otra cosa. Era a la estatua de Duarte a quien se dirigía.
Resignada, Tía Tere terminó cerrando el libro y colocándolo en su regazo. Decidió postergar la lectura y concentrarse en el drama que parecía desenvolverse ante sus ojos y oídos. El borracho estaba cada vez más exaltado. Ahora señalaba a la estatua. – ¡Sí, tú mismo! – decía, tratando de llamar la atención de la figura de bronce. – ¡Por zoquete y por pendejo es que te han pasado las cosas! – repetía una y otra vez.
Una gran tristeza empezó a arropar a la tía. ¡Cuánta incomprensión había tenido que soportar el fundador de la República durante su vida! ¡Aún ahora, más de cien años después de su muerte, era todavía un incomprendido! Tía Tere se preguntó si debía intervenir. Hacía años que se había retirado de la cátedra y de la labor activa como abogada, pero el gusanillo del magisterio seguía vivo en su interior.
Descartó la idea de inmediato. Total, ¿cómo podría una mente enajenada por el alcohol asimilar una enumeración de las virtudes de ese gigante moral que fue Juan Pablo Duarte y Diez? ¿Cómo podría ella sola enfrentar la centenaria ingratitud de sus compatriotas, que siempre habían preferido inclinarse ante la dominación del sátrapa que abrazar la enseñanza del apóstol?
Qué va. Por mucho que le doliera el irrespeto, era preferible no intervenir. Mejor seguir con el libro, suspiró. Lo abrió de nuevo y leyó unas líneas, tratando de ignorar al impertinente borracho. Casi había logrado abstraerse de sus devaneos, cuando llegaron a sus oídos evidencias inequívocas de que el beodo estaba subiendo el tono de sus burlas.
Tía Tere meneó el fondillo sobre el cojín repetidas veces, tratando de contener su incomodidad. Una cosa era irrespetar al patricio y otra la blasfemia, pensó. Después de todo, es el Padre de la Patria. El creador de la nacionalidad. Merece un mínimo de consideración y respeto.
No aguantó más. Cuando vino a ver ya había soltado el libro y se había levantado con decisión de la mecedora y se dirigía con aire marcial hacia el banco que ocupaba el borracho. Su figura regordeta parecía agigantarse con cada paso que daba. Iba dispuesta a poner en su sitio al borracho con amabilidad y firmeza. Ya tenía elaborados en su mente la lista de argumentos que esgrimiría frente a la irreverencia exhibida por su desagradecido conciudadano.
Estaba a punto de abrir la boca para comenzar su pela de lengua, cuando el borracho le habló a la estatua una vez más. Esta vez lo hizo con dolor, como quien aconseja a un amigo en desgracia. Como quien se conduele de su drama.
– ¿Ves lo que te digo? – dijo el borracho, con la mirada alzada hacia la figura del pedestal. – Casi todos los otros tienen su caballo y tú todavía andas a pie. ¡Por zoquete! ¡Por pendejo! – continuó el arrebatado desconocido.
Tía Tere se detuvo en seco, de una pieza, enmudecida mientras el borracho iniciaba un extraño recuento. – El de la Gómez con 27 tiene su caballo, también los dos de la Kennedy. El que está en el Parque Mirador hace rato que anda montado – refirió el borrachín, tocándose un dedo por cada estatua ecuestre mencionada y borrándole a Tía Tere cualquier duda que pudiera quedarle acerca de la naturaleza de su pleito con el Duarte de bronce.
Con el mismo impulso que llevaba y sin abrir la boca, Tía Tere dio media vuelta hacia su mecedora. Cuando se alejaba, escuchó un último reproche. – Si sigues de lento nunca te vas a montar, chico – repitió condescendiente el borracho.
Del tiro, a la tía se le habían quitado las ganas de leer. Recogió su mecedora y su cojín y se metió en su casa. Antes de cerrar su puerta, le dio una última mirada a la estatua, que seguía padeciendo el acoso del parlanchín borracho. – Ay, Juan Pablo – se lamentó chasqueando los labios. A pesar de la inocencia alucinada del borracho, sentía que alguien debía disculparse con el prócer. – ¿Qué vas a hacer tú con un caballo? – le preguntó desde la distancia.
Se apresuró a cerrar la puerta sin esperar respuesta. Nunca supo si el guiño que le hizo la estatua lo vio o lo imaginó.