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Te regalo el universo

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El Henrietta finalmente atracó en Queenstown Harbour, Liverpool. En una lúgubre y brumosa noche de diciembre de 1872, el excéntrico aventurero Phileas Fogg desembarca acompañado de Passepartout, su ingenioso criado francés, y de su nuevo amor, la princesa Aouda. Fogg tiene el tiempo justo para viajar a Londres y presentarse en el Reform Club. Después de innumerables vicisitudes, está a punto de ganar la inusual apuesta de dar la vuelta al mundo en no más de ochenta días.

Pero la adversidad acecha. No bien pone sus pies en territorio inglés, el Detective Fix, quien ha perseguido al grupo a través de medio planeta, arresta a Fogg y lo encierra en el calabozo de la aduana, convencido de que es el autor de un asalto al Banco de Inglaterra. El suspenso es terrible. ¿Qué sucederá ahora? ¿Fracasaría Fogg tan cerca de la meta?

De pronto, una voz cercana me saca de la Europa decimonónica y me devuelve bruscamente al Santiago de los Caballeros del último tercio del siglo XX. – ¡Vengan a cenar! ¡La mesa está servida! – convoca mi madre con autoridad.

Aterrizo en la sala de mi casa. Estoy sentado en un sillón, con un libro en las manos. Me resisto a desprenderme de él, pero el segundo llamado, más vehemente y con tono de advertencia, no se hace esperar. Trabajosamente, me suelto de las garras de la imaginación de Julio Verne y me dirijo a la mesa.

Ocupo mi lugar, pero no me sumo a la cháchara habitual que acompaña a las comidas familiares. Hoy no estoy muy conversador que digamos. Devoro en silencio el mangú con queso frito, que está delicioso, con una prisa más grande que la que puede provocar el apetito propio de mis once años. Mi madre, que siempre leyó las mentes de todos, pone el dedo en la llaga. – Come despacio, que el libro no se va a ir de ahí – me dice.

Por supuesto, tiene razón mi madre. Estoy ansioso por volver a sumergirme en el mundo de Verne. Es verdad que la lectura del libro es una tarea de mi escuela, el Instituto Iberia, y que mañana tengo que explicarle el libro a Don Víctor, mi profesor de séptimo curso, para garantizar la nota mensual de Aspectos del Lenguaje. Pero, a estas alturas, todo eso importa poco.

Más que sacar una buena nota, lo que me importa es completar con Phileas Fogg aquel accidentado periplo alrededor del globo. Necesito enterarme de si llegará a tiempo al Reform Club, a vencer el plazo casado con su némesis, Mr. Stuart. ¿Volvería, victorioso, a jugar al whist en los cómodos salones del club? ¿O quedaría, arruinado y derrotado, prisionero en las ergástulas de Su Majestad, condenado por un crimen que no cometió?

En aquel entonces no lo sabía, pero había caído en una trampa. Estaba perdido sin remedio. Atrapado para siempre por el vicio de la lectura. A mis pocos años, el genial autor francés ya me había convertido en un explorador veterano.

Aparte de haber viajado alrededor del planeta con Fogg y Passepartout en La Vuelta al Mundo en Ochenta Días, había surcado los fondos del océano en el Nautilus y era amigo íntimo del Capitán Nemo, había cruzado África a bordo de un globo de aire caliente, y había acompañado al intrépido Mr. Barbicane en un sorprendente viaje a la Luna. Me había adentrado en los profundos dilemas de Miguel Strogoff y había pretendido ser un árbitro imparcial entre Briant y Doniphan durante sus Dos Años de Vacaciones en una isla desierta.

Y todo era culpa de mis maestros y maestras del Iberia. Tenían una verdadera conspiración montada. La excusa de un inocente requisito escolar, rigurosamente supervisado, de leer al menos un libro cada mes era la carnada perfecta. Y como a más libros leídos se conseguía mejor calificación, teníamos todo el incentivo para leer tantos como pudiéramos. Antes de darnos cuenta, muchos éramos unos adictos.

Un libro aquí, otro libro allá, y cuando vienes a ver, estás enviciado. Vaya si sabían lo que estaban haciendo, Don Pepe Giménez, Doña Luisa Recio, Don Víctor Martínez y los demás adláteres. Con premeditación, alevosía, acechanza y hasta – en ocasiones – nocturnidad, nos inyectaron el virus de leer, más que por hábito, por compulsión.

El éxito del sistema radicaba en que colocaba el entusiasmo por la lectura en el mismo plano que la afición a las demás actividades infantiles. En los recreos del Iberia, podías ver muchachos aprovechando la pausa para leer sus libros, con la misma naturalidad que veías otros jugando pelota o al pañuelo. Tanto las visitas a la biblioteca escolar – atendida por un estudiante de último curso – como los intercambios de libros entre los alumnos, eran parte de la rutina del Instituto.

Como resultado de todo ese tinglado conspirativo a favor de la lectura, en el Iberia se leía. Mucho, siempre y por gusto.

Muchos otros autores, además de Julio Verne, fueron cómplices en la trama iberiana, y alimentaron en mí esa deliciosa inclinación a perderme y a encontrarme en mundos paralelos. La última parte de mi infancia transcurrió entre los amigos de carne y hueso y los personajes de decenas de obras inmortales de la literatura universal. Con unos compartía juegos y confidencias en aulas, calles y plazas

con los otros recorría toda clase de tiempos y lugares.

Por mi mente ávida y virgen desfilaron historias tan disímiles como El Príncipe y el Mendigo y Las Aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain

hasta los clásicos de La Ilíada y la gran metáfora de La Odisea, de Homero. Desde las aventuras narradas por Robert Louis Stevenson en La Isla del Tesoro, por Daniel Defoe en Robinson Crusoe y por James Fenimore Cooper en El Lago Ontario y El Ultimo Mohicano

hasta la Juvenilia de Miguel Cané y El Conde de Montecristo de Alejandro Dumas.

No escaparon a mi voracidad de lector enfebrecido novelas históricas como Enriquillo, de nuestro Manuel de Jesús Galván, y Rob Roy, de Walter Scott. Tampoco me detenía ante el romanticismo exagerado de Oliver Twist, de Dickens

de Hombrecitos, de Louise May Alcott

o de Platero y Yo, de Juan Ramón Jiménez. Como una comezón que sólo se calma rascando, mi curiosidad sólo se aplacaba leyendo.

Como esperaban mis tutores del Iberia, con los años el vicio se haría crónico. Contra el gusanillo de la lectura, no hay vacuna ni tratamiento que valga. Para mi adolescencia, la adicción había escalado a contenidos más fuertes y emociones más complejas. Vendrían entonces Balzac y Víctor Hugo, y tras ellos los escritores del boom – Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, Sábato, Jorge Amado, José Donoso, Juan Rulfo y tantos otros – a saciar mi anhelo de seguir explorando los vericuetos del alma humana.

La lista no se detiene. Steinbeck, Hemingway y Harper Lee

Kundera, Cela y Saramago

Juan Bosch, Miguel Angel Asturias y Carlos Fuentes

Rómulo Gallegos y hasta Balaguer. Estilos, épocas y circunstancias disímiles. Poco importó, si todos cumplieron su promesa de llevarme con ellos a viajes inverosímiles y regresarme impregnado de historias eternas y de experiencias inolvidables.

Aprisionado por el hábito, había liberado mi mente. Una paradoja que los maestros y maestras del Iberia – verdaderos expertos forjadores de conciencias – manejaban a la perfección. Leer y rascar, sólo es empezar. Ese fue el truco de Don Pepe, Doña Luisa y Don Víctor. Seducirnos – por las buenas, si bien con la mano dura enguantada lista para persuadir a quienes se resistían – a acercarnos a los libros y empezar a leer. Sabían bien que si lo hacíamos, no soltaríamos los libros jamás. Y haciéndolo, nos pusieron el mundo en nuestras manos, para toda la vida.

Desde aquel primer volumen que leí de tapa a tapa para cumplir una asignación escolar han pasado décadas y cientos de libros. Nunca he parado de leer. Me encanta sentir el olor de un libro nuevo al abrirse por primera vez. Es como una promesa de nuevos viajes y aventuras.

Pero no se compara con la excitación que me provoca el zambullirme en una nueva historia. Sigue siendo tan fuerte como lo era cuando creía que leía para sacar buena nota. Y la sigo disfrutando como el primer día.

Sé muy bien que haber adquirido a edad temprana el hábito de la lectura es uno de los hechos más determinantes en mi definición como persona, sólo comparable al ejemplo de mis padres o a la influencia de algunos mentores excepcionales. También sé quiénes son responsables por ello. Tengo una deuda perenne con esos maestros y maestras que urdieron la trampa que me hizo caer en las redes implacables de la lectura. A ellos y a ellas les digo, donde quiera que estén: gracias por este regalo. Gracias por regalarme el universo.

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