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Sorpresas te da la vida

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Francisco terminó de cambiarse y se dio un último vistazo en el espejo. Impecable. Camiseta blanca, pantalones cortos blancos, medias y tenis blancos. Pollina en su sitio.

Hacía un ratito que había terminado el segundo capítulo de Trespatines. Hora de irse. La caminata al colegio le tomaba unos veinte minutos desde Los Jardines, bajo el sol de las dos de la tarde. Por eso se iba con tiempo, se decía. Así tendría chance de refrescarse antes de la ceremonia, a la sombra de los samanes, al lado de la cancha. El desfile estaba señalado para las tres de la tarde, en punto.

Así comenzaría la inauguración del torneo intramuros de volibol del bachillerato del Colegio De La Salle. Era un torneo de muchos equipos, pues de cada curso se formaban varios de varones y varios de mujeres. Francisco era nada menos que el capitán del equipo blanco de la liguilla masculina de segundo de bachillerato. Todavía le faltaban a su curso dos largos años para convertirse en la promoción del ’83, y no eran más que un grupo de quinceañeras y muchachos imberbes que crecían por partes, muy diferentes de los orgullosos bachilleres que serían después.

Además del desfile de los equipos frente a todo el colegio, a ritmo de música marcial, la inauguración incluía el solemne juramento deportivo y la exhortación del director. Con semejante programa, valía la pena salir con tiempo para llegar puntual, se decía Francisco. En el fondo, sabía que la verdadera razón era la fiebre del torneo, pero prefería pensarlo así.

Francisco era delgado y calmado. Caminaba despacio, con trancos largos y ligeramente encorvado, lo que le daba a su paso un aire cansino. Decidió tomar la ruta de las calles interiores de Los Jardines, para aprovechar la sombra de las javillas, hasta la Metropolitana. Por ella caminaría hasta la Avenida Central y ya estaría a un paso del colegio.

Había sobradas razones para estar impecable y para sentirse afiebrado de anticipación, razonó Francisco entre zancada y zancada. El torneo era una oportunidad de lucirse frente a la nutrida concurrencia que animaría los partidos. Mientras avanzaba, Francisco ya se imaginaba haciendo su incómodo servicio al filo de la línea, brincando para hacer un remate imparable, o para presentar un bloqueo infranqueable. Arrancaría aplausos en cada jugada.

Continuó su lento andar por las tranquilas calles del barrio. Oteó el cielo. Día claro y sin amenaza de lluvia. Bien. Menos probabilidades de ensuciar su inmaculado atuendo. Francisco seguía imaginando su éxito. Ya se veía alzando el trofeo del campeonato, y cruzando el pasillo central del salón de actos del Politécnico Las Mercedes para recoger su medalla en la clausura de la Semana Cultural.

El calor de la tarde empezaba a hacerle sudar. Hombre precavido vale por dos, se felicitó. Tendría más de media hora para refrescarse. Llegó a la Avenida Central, aún desierta por la pausa de la siesta. Al llegar a la altura de la calle del colegio, empezó a cruzarla con toda calma.

A lo lejos, casi en la entrada lateral del colegio, divisó a su amigo Gregorio. Decidió llamarlo para que lo esperara, y así llegar juntos. No había ninguna razón especial para ello. Sólo llegar juntos. Años después, todavía se preguntaría Francisco si las cosas habrían salido diferentes si no hubiera decidido llamar a su camarada.

– ¡Gregorio! – voceó con todas sus fuerzas, considerando que su amigo estaba a casi ciento cincuenta metros de distancia. – ¡Gregoriooo! – repitió, con una mano al lado de la boca para dirigir su voz y un brazo en alto, ondeando como quien hace una señal.

Siguió voceando mientras cruzaba, seguro de que el tráfico era nulo, enfocado en llamar la atención de su compañero. Iba bien concentrado, tanto que no se fijó que justo en el medio de la avenida había un hueco del alcantarillado pluvial sin su correspondiente tapa redonda. – ¡Gre-go-riooo! – llamó una vez más, justo antes de caer completito y sin arrugas por el hoyo de la alcantarilla, con brazo levantado y todo.

***

Gregorio también jugaba en el equipo blanco. También vivía en Los Jardines y también tenía la fiebre del torneo. Caminaba ensimismado en su propio mundo por la acera contigua a la verja ciclónica del colegio. Oyó una voz lejana. Alguien llamaba a alguien. Se acercaba ya a la entrada del colegio, cuando volvió a escuchar un llamado. Parecía su nombre. Volteó a mirar y no vio a nadie. Qué raro, pensó. Juraría que alguien me estaba llamando.

Se quedó mirando la calle desierta con cara de extrañeza. De pronto, distinguió una mano que salía del pavimento, como la mano de los muertos en las películas de terror. Si no hubieran sido las dos de la tarde, tal vez se habría asustado. Detrás de la mano salieron un brazo y otra mano que sirvieron de apoyo para alguien que salía de un agujero en plena Avenida Central.

A Gregorio le dio trabajo saber que era Francisco quien emergía del hoyo redondo. Estaba cubierto de lodo de pies a cabeza, de ese lodo espeso y negro que se acumula en las alcantarillas mal mantenidas. Por debajo de la costra que lo cubría, con dificultad pudo Gregorio reconocer algo del blanco del uniforme de volibol. El rojo de rabia de la cara de Francisco fue más fácil de notar.

– ¡Maldito ayuntamiento! – atinó a imprecar Francisco. Sabía exactamente a quien culpar. Era el cabildo el culpable de, primero, no tener la alcantarilla debidamente tapada y de, segundo, no tenerla debidamente limpia. Estaba segurísimo de que él ninguna culpa tenía. Había sido previsor de sobra, saliendo con tiempo de su casa y el destino, juguetón, le tenía reservada esta desagradable voltereta. Una distracción momentánea y una decisión en apariencia inofensiva para terminar embarrado de arriba a abajo. Cero justicia en este mundo.

A Gregorio no le quedó más remedio que reírse y a Francisco no le quedó más remedio que correr a cambiarse. Apenas tenía tiempo de desandar el camino hasta su casa, armar como pudiera otro uniforme blanco – que no sería tan impecable como el primero – y volver apresurado para llegar justo para el desfile.

Y en vez de castillos en el aire, Francisco haría el recorrido acompañado de dos ideas recurrentes. Una era el corito de Pedro Navaja, ese que dice “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”. La otra era el firme propósito de que, si algún día incursionaba en la política, se ocuparía personalmente de que no quedara una sola alcantarilla sin tapar en todo el territorio nacional.

A Francisco le alcanzó el tiempo para ir y volver. Desfiló, hizo el juramento deportivo y jugó muy bien en el debut de su equipo en el torneo. Menos glamoroso, eso sí, pero más sabio. Del trance aprendió para siempre que la vida no es perfecta, y que está llena de sorpresas y de alcantarillas abiertas, esperando para tragarse a cualquier incauto. Ciertamente, un aprendizaje que probaría ser muy útil en su vida futura.

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