
Hay quien nace con el propósito de dejar su esquina del mundo mucho mejor que como la encontró. Quienes llegan a este mundo bajo este signo suelen ser personas especiales y, como tales, están lejos de ser mayoría.
Más bien, se trata de seres excepcionales, que son capaces, con el poder de su humanidad, de compensar la vocación para el desmadre que tenemos la mayor parte de los individuos de nuestra especie.
Martí, con esa mente y esa pluma tan diáfanas, lo expresó de manera inmejorable: cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres.
Esos, los del decoro, los que con sus pasos nos muestran el camino; los que llevan el estandarte de la dignidad y la decencia bien arriba, bien alto, para que alcancemos a verlo aún en medio del caos y no perdamos el rumbo; esos, son los héroes.
Y si encima lo hacen sin ruido ni estridencias, sin ínfulas ni protagonismos, con discreción y naturalidad, pues aún más grandes serán.
Seguramente, el amigo lector sabe a qué y a quiénes me refiero. Porque si es cierto que estos portentos humanos no son mayoría, por fortuna – o por el buen amor de Dios – también es verdad que son lo bastante numerosos como para que a cada familia extendida le toque un par.
No tienen que salir en los periódicos, ni recibir reconocimientos públicos, pero los conocemos los que tenemos que conocerlos.
Son los pilares, las columnas sobre las que descansa todo. El presente y, con seguridad, el futuro. La cosecha de hoy, el legado de mañana.
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Por decisión y naturaleza, Paul Paiewonsky – Polón para familiares y amigos – fue uno de ellos, uno de los del decoro.
Para mí fue, siempre y sencillamente, Tío Paul. Un tío del cariño que surgió entre mis padres y la pareja que conformaban Tío Paul y Tía Noni, seguramente a partir del trabajo compartido en el Movimiento de Cursillos de Cristiandad, a principios de los años setenta. En la segunda parte de esa década, nuestras familias se convirtieron además en vecinas, lo que hizo que los lazos se estrecharan aún más.
Esta cercanía abonó mi amistad especial con mi tocayo Paulo, el segundo hijo de Tío Paul y Tía Noni. Fuimos compañeros de colegio, de estudios – que no es exactamente lo mismo – de juegos y de andanzas. Además, mi papá y Tío Paul se convirtieron en compadres por partida doble, apadrinando cada uno un hijo del otro.
Como es natural, esos cientos de horas de convivencia en cada casa – y en cada pedazo de calle contiguo a cada casa – sirvieron para conocernos a fondo. Así tuve el privilegio, del cual estaré siempre agradecido, de palpar la humanidad en estado puro de Tío Paul.
Y así, me siento en el deber – que no en el derecho – de atreverme a dedicarle estas líneas. Privilegio aún mayor.
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Un abuelo lituano y otro irlandés. Su papá con raíces fuertes en Samaná, su mamá puertoplateña de pura cepa. Nacido en Santiago. Criado en Puerto Plata. En su primera juventud, buen jugador de béisbol amateur en La Normal y en la liga inter-barrial de la Novia del Atlántico.
Tal diversidad – de origen y de espacios – seguramente enriqueció la mente y el espíritu de Tío Paul. Nunca sabremos a ciencia cierta, sin embargo, cómo influyó esta variedad en su carácter.
Lo que sí parece estar claro es que desde muy temprano Tío Paul desarrolló un amor al trabajo que, en una medida importante, definió su vida.
Todo el que conoció a Tío Paul lo sabe y lo dice. Fue un trabajador infatigable, desde que terminó la Escuela Normal, en el verano de 1951, hasta – literalmente – el fin de sus días.
Amaba al campo casi tanto como amaba el trabajo. Y como buen amante del campo, era un madrugador impenitente.
Era, además, práctico y frugal, pues creía fielmente en el ahorro como fuente de toda riqueza.
Pero sobre todas las cosas, Tío Paul amaba a su familia. Por ella y para ella tenían sentido todos sus esfuerzos. Eso también lo sabe y lo dice todo el que lo conoció.
Familia, trabajo y campo. Los amores de Tío Paul. Y me atrevo a decir que en ese orden.
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– Cuando hicieron a mi compadre, rompieron el molde – solía decir mi papá, refiriéndose a Tío Paul. Supongo que quería decir que el carácter de Tío Paul tenía una mezcla de rasgos peculiares – y, pudiera pensarse, mutuamente excluyentes – que acentuaba su singularidad.
Por un lado, Tío Paul era dueño de una paciencia asombrosa. Y cuando digo asombrosa, no exagero. Es uno de los atributos de su persona que más recuerdo. Su ritmo era siempre pausado y apacible, por lo que siempre parecía tener tiempo para los detalles amables con todas las personas a su alrededor. La paciencia le servía también a Tío Paul para mantenerse ecuánime, en sus estribos y en sus cabales frente a cualquier situación.
Y, claro, esa flema – de tan singular – también daba para muchos episodios jocosos que pasaban a engrosar su inacabable anecdotario personal.
Pero lo que me parece más interesante de la personalidad de Tío Paul es que combinaba esa paciencia infinita con una pulsión hiperactiva que lo llevaba a estar en movimiento permanente. Siempre con algo que hacer, siempre con un lugar adónde ir.
Esta paradoja aparente en su carácter – paciencia y apremio – resultó ser bendita, pues lo llevó lejos, muy lejos. Y si combinas esas propiedades con un corazón generoso, ahí te vas acercando a la fórmula de un ser humano irrepetible.
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La paciencia del agricultor en armonía con el apremio del caminante. ¿Se puede ser más original de ahí?
Esta mezcla le funcionaba de perlas a Tío Paul en el trabajo que hizo por más de sesenta años. Día tras día, con la constancia de la gota que en la cueva acaba juntando el techo con el suelo, Tío Paul salía a recorrer los campos del norte del país a recolectar los frutos para el negocio familiar de exportación.
De La Isabela a Yásica, de Tenares a El Factor, paraje donde hubiera café, cacao, coco, miel o cera para comprar o apalabrar, paraje que era visitado asiduamente por Tío Paul.
Y como compras y tratos se cierran charlando sobre un café, al ritmo tranquilo y sin apuros del campo, ahí estaba Polón Paiewonsky como pez en el agua. Dialogar sin prisas, construir confianza y honrarla. Nada menos que su especialidad.
Y con los frutos del campo, en esos periplos también recolectaba innumerables chistes y anécdotas con los que luego sazonaba sus tertulias. Muy a menudo, a pesar de las décadas que han pasado, me sorprendo repitiendo muchos de sus cuentos, tratando de imitar la calidad casi literaria de sus narraciones. Con su legendaria paciencia, Tío Paul nos dibujaba el episodio de turno describiendo a conciencia el entorno, el contexto, los colores, las texturas y hasta los sabores.
Y al final, siempre la risa.
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Inagotable. Esa era otra palabra que usaba mi papá para describir a su compadre. Paul es inagotable, repetía, admirado.
Porque nunca paró de caminar. En el trabajo y en el campo. Y, en sentido más literal, en la acera.
Y nunca dejó de sembrar. En su querido Movimiento de Cursillos de Cristiandad. Y en su finca de Las Terrenas, donde plantó miles de árboles, para que siguieran dando frutos que sólo verían sus nietos.
Y, más que en todos los sitios, sembró en su familia. Más de seis décadas de matrimonio, cuatro hijos a los que dedicó lo mejor de su paciencia, su iniciativa y su generosidad.
Se le dio todo a Tío Paul. El buen caminante. El buen sembrador.