
Eran las nueve de la mañana cuando el Ingeniero pudo, finalmente, salir del Hotel Gobaira para dirigirse a su oficina. Había llegado a Santiago apenas dos días antes, en el primer día hábil de enero de 1936, y ya se sentía como en su casa.
El Gobaira tenía mucho que ver con ello. Resultó buena decisión hacerle caso al amigo de la capital que le recomendó aquel hotel familiar, propiedad de un inmigrante libanés que lo manejaba con más sentido de hospitalidad que afán de lucro.
El hotel ocupaba una casona republicana de dos plantas en la esquina de San Luis con Sol, en pleno centro de aquel poblado que los locales insistían en llamar ciudad. Los hijos del dueño eran un ramillete de muchachos y muchachas amables que siempre estaban rondando el hotel y que insistían en tratarlo como familia y en convidarlo a comidas pantagruélicas que parecían no acabar nunca. No lo podía entender, pero por algún inexplicable milagro metabólico, todos ellos, salvo la madre, eran de una esbeltez rayana en la languidez.
Ese día había retrasado su salida, precisamente porque no tuvo corazón para rehusar una invitación al desayuno familiar, que resultó ser una alegre ceremonia alrededor de una mesa por la que desfiló suficiente comida para un regimiento.
Salió a la calle y le dio un último vistazo al hotel. En un par de días más llegarían su esposa y su hijo recién nacido y pensó que estarían bien instalados allí. Rápidamente, empezó a caminar las cuatro cuadras que lo separaban de su oficina en la Gobernación, frente al parque Duarte.
A pesar de su juventud – no llegaba a los veinticinco años – había sido nombrado Director Regional de Obras Públicas para el norte del país. Desde La Cumbre hasta Montecristi y Samaná, sería el responsable de supervisar los proyectos del gobierno. Acababa de tomar posesión del cargo el día anterior y todavía estaba familiarizándose con sus nuevas responsabilidades.
El Ingeniero era delgado pero recio. Deportista consumado, siempre le gustó la intemperie y la actividad física, por lo que no le pesó cuando debió empezar a realizar trabajos de campo desde antes de entrar a la universidad. Por añadidura le quedó la suficiente experiencia como para que el puesto no le quedara demasiado grande.
Caminó a paso ligero por la calle del Sol hacia el oeste, pueblo abajo. La mañana estaba fresca, casi fría. El aire de aquí es mucho más seco y la luz mucho más nítida que en Santo Domingo, observó mientras avanzaba. La referencia le recordó la noticia principal que había traído La Información esa mañana. La propuesta de cambiarle el nombre a la capital recibió una acogida entusiasta en el Congreso. En pocos días se llamaría Ciudad Trujillo. Era el colmo de la adulación, pero nadie decía nada, reflexionó muy para sus adentros. Desechó el pensamiento por peligroso, no sin antes tomar nota mental, por si acaso, de que el proponente era un legislador santiaguero de apellido ilustre.
Prefirió pensar en lo que haría con su tiempo libre durante su estadía en la ciudad. Se preguntaba si podría reunir un grupo de muchachos que quisieran aprender a jugar baloncesto. El juego no se conocía en Santiago, pero se le ocurrió que el hijo más joven del dueño del hotel, un muchachón larguirucho y de manos casi tan grandes como su simpatía, podría ser un buen pivote. Tal vez podría interesarlo a él y a un grupo de sus amigos.
En un santiamén llegó a la Gobernación. Subió los escalones de dos en dos, y fue directo al Departamento de Obras Públicas. Entró esperando encontrar la animada conversación que solían mantener los oficinistas, pero en cambio encontró a todo el mundo callado, serio y, en apariencia, muy en lo suyo. Buscó con la mirada a Venancio, su ayudante, y este se la devolvió con un gesto telegráfico cuyo significado captó al vuelo: tiene visita, importante, tenga cuidado. Con el rabillo del ojo vio a un par de guardias sentados en la salita de espera del Departamento. Qué vaina, pensó.
Penetró a su pequeño despacho y se encontró a un militar rechoncho estribado en su silla, con las botas encima de su escritorio. Botas de montar y fusta gastaba el General, calculó rápidamente el Ingeniero, que había aprendido que reconocer el rango por las insignias era una buena herramienta de supervivencia. No había ningún caballo a la vista, por lo que supuso que el atuendo del General era simple imitación al Jefe.
Permaneció parado frente a su propio escritorio, sin saber qué hacer ni qué decir. Por suerte, el General no dio tiempo para silencios incómodos. – Usted debe ser el ingeniero nuevo – le espetó sin cambiar de posición y con un estudiado mohín de superioridad. – A su servicio. Buenos días, General – respondió el Ingeniero, cautelosamente cortés, como se acostumbraba entonces con los militares de cualquier rango.
El General invirtió un momento en calibrarlo de arriba a abajo. Con un ademán lo invitó a sentarse en una de las sillas reservadas para los visitantes. Menos de cinco segundos le había tomado al General dejarle bien claro al Ingeniero quién mandaba, aún dentro de su propia oficina.
No le dio tiempo a acomodarse. – Ya que no tuvo usted la decencia de reportarse a la autoridad de la ciudad, he venido a que me informe del burro – dijo el General en tono de reproche. El Ingeniero no supo si aliviarse o preocuparse más. En lo que se decidía, dos gotas de sudor frío le empezaron a bajar por la espalda. Desde el mismo momento que lo encontró, supo en el fondo que no le sería tan fácil librarse del bendito burro.
***
Fue el día que llegó de la capital. Entró a Santiago al mediodía, dejó su equipaje en el hotel y quiso salir a reconocer la ciudad. Recorrió las calles principales en la camioneta que constituía toda la flota vehicular de la oficina regional. Venancio le sirvió de chofer esa tarde y fue él quien quiso subirlo al Cerro del Castillo, para tener una panorámica del pueblo y aprovechar para ver la piscina del acueducto y la planta eléctrica.
Desde el cerro se dominaba todo Santiago y sus alrededores. Con razón se había usado como defensa de la ciudad en las guerras de independencia. Las copas de los árboles eran tantas que apenas dejaban ver algunos techos y el trazado de las calles. Sólo se destacaban la cúpula esférica y las torres sin campanas de la catedral, y el reluciente roof garden del Hotel Mercedes. Al fondo se distinguía la pared del cañón del río. Hacia el norte franco, la imponente joroba azulada del Diego de Ocampo.
Sospechó que Venancio lo llevó a aquel lugar para que apreciara la belleza de la comarca. La vista le pareció que alcanzaba para aceptar una pequeña expresión de orgullo localista. Se dispuso a inspeccionar la piscina del acueducto. El cerro estaba lo suficientemente alto como para que el agua llegara por gravedad a todo el pueblo, sin necesidad de construir un tanque elevado. En cambio, el agua se almacenaba en una cisterna descubierta excavada en la cima.
Al acercarse al borde de la piscina fue que lo vio. Desde el fondo del agua, los ojos vidriosos de un burro lo miraban fijamente. Dio un respingo por la impresión, pero mantuvo la compostura. El animal estaba hinchado, señal de que debía tener varios días sumergido. Parecía que el burro había caído al agua al intentar abrevar y se ahogó en pocos minutos. Preocupado en resolver la amenaza a la salud pública que representaba la contaminación del agua, evadió preguntarse cómo había logrado el cuadrúpedo cruzar la cerca de las instalaciones.
Impartió órdenes de que sacaran al burro rápida y discretamente, y de que limpiaran a fondo la piscina. No veía necesidad de alarmar a la población. Se aseguró de que su mandato se cumpliera y no quiso pensar más en el asunto.
Escogió no darle demasiada importancia cuando, al día siguiente, Venancio le dijo con tono misterioso que un grupo de vecinos de La Otra Banda se habían apersonado hasta el depósito de Gurabito adonde fue llevado el burro ahogado antes de ser enterrado. Querían ver al burro para ver si era de un familiar, dijeron.
Fuera de la vista y del oído de todos, Venancio le susurró que el familiar era uno de los últimos gavilleros que quedaban de cuando los americanos, uno que cada vez que se le cruzaban dos tragos de Palo Viejo se iba de la lengua. Se decía que en el último jumo le cogió con despotricar contra el brigadiercito de pacotilla ese y con preguntarle a un retrato del Jefe qué carajo era lo que se creía. Terminó llorando abrazando su burro, lamentándose de que ya no quedan hombres que den la cara y acaben con este relajo.
Desde ese día, la familia no había vuelto a saber del ex-gavillero. Ni del burro.
***
Frente al General, el Ingeniero se recriminó en silencio por haber ignorado las señales del caso. Al mismo tiempo se alegró de no haber dado mucho crédito a Venancio y de no haber preguntado si el grupo de La Otra Banda había reconocido al burro de su pariente. Mejor así. A pesar de que no tenía un pelo de tonto – o, precisamente, por eso – podría hacerse el inocente con toda propiedad.
Se ciñó a los hechos. Encontró al burro. Mandó a sacar al burro. Mandó a enterrar al burro. Omitió todo lo demás. El General, más que escucharlo, lo escrutaba con detenimiento. Ahora sí se hizo un silencio incómodo.
El Ingeniero esperó pacientemente a que el General llenara el vacío. El General callaba. Y lo observaba. Cuando el Ingeniero estaba a punto de abrir la boca para meter la pata diciendo que no se explicaba por dónde el burro había entrado al área cercada de la piscina del acueducto, el General se levantó de la silla y comenzó a pasearse por el despacho. Su semblante sugería que se había formado una opinión acerca del Ingeniero y de su testimonio.
El General entró en un monólogo acerca de la grandeza y magnanimidad del Jefe y de cómo valoraba a los hombres de trabajo que sabían ocuparse de las tareas que él les encomendaba. Hombres laboriosos y discretos, eran sus preferidos. El General se explayó por unos minutos acerca de su relación personal con el Jefe, hasta que de repente empezó a hablar de zoología.
Impasible, el Ingeniero escuchó la exposición del General – hecha con la autoridad de un experto – acerca de la inteligencia de las diferentes especies animales. Razonó que el burro es el animal más bruto que puede haber. – Imagínese si es bruto, que ese pobre animal fue a beber agua y se cayó a la piscina. Y como es tan bruto, no sabe nadar. Por eso se ahogó. ¿Estamos? – concluyó.
El Ingeniero calló, inseguro de si responder o no. – ¿Estamos? – repitió el General con cierta exasperación. – Claro que sí, General – contestó finalmente.
Sin despedirse, el General salió de la habitación. El Ingeniero se quedó un rato sentado en el mismo lugar, tratando de entender cabalmente lo que había pasado. Sumó dos más dos, y no le gustó el resultado. Decidió que lo más prudente era dejar todo así. Después de todo, lo que fuera que sucedió con el burro pasó antes de que llegara a la ciudad y no era parte de su trabajo.
En aquel momento, al Ingeniero todo aquello le pareció bastante normal. Tendrían que pasar muchos años para que llegara a comprender el alcance y las verdaderas implicaciones de sucesos como ése. Se concentró en despachar sus asuntos y dejó de pensar en burros ahogados. Y, cuando vino a ver, ya estaba perfectamente aclimatado a Santiago, acumulando las vivencias que harían de aquel año uno que recordaría hasta el final de sus días.