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El follón de Tamboril

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Tomó más de veinte años, pero finalmente se disipó la incógnita que envolvía la responsabilidad por los acontecimientos de aquella noche. Debió pasar mucha agua por debajo de los puentes, y debieron caerse muchos santos de los altares, pero, a final de cuentas, resplandeció la verdad. Caso cerrado. Círculo completo. Ya puedo, con la confianza que da la posesión de todos los datos pertinentes, contar la historia íntegra del follón de Tamboril.

***

Cuando el grupo de jóvenes se bajó del autobús frente a la Iglesia San Rafael de Tamboril, justo después de aquel crepúsculo de diciembre, nada presagiaba la agitación soterrada que se viviría dentro del templo en las horas siguientes. Por el contrario, todo se veía muy normal. Tres docenas y media de muchachos y muchachas que llegaban, entre risas y bromas, a una iglesia de una pequeña localidad.

Como he dicho, todo muy normal. Además de que aquella movilización juvenil no tenía en sí misma nada de extraño, tampoco era la primera vez que sucedía en Tamboril. De hecho, la tarea que iban a cumplir los jóvenes en la iglesia se había repetido más o menos para la misma fecha por varios años y amenazaba con convertirse en una tradición.

Varias cosas deben ser explicadas para comprender cabalmente el contexto de esta tradición en ciernes. La primera es que los muchachos y las muchachas que están en el centro de esta historia conformaban un coro de más de treinta voces con todo y una pequeña orquesta de seis músicos que les proveían soporte musical. La segunda es que esa noche de diciembre el coro y la orquesta juveniles ofrecerían un concierto de villancicos en la iglesia de Tamboril, la cual estaría repleta de parroquianos.

Y la tercera es que lo hacían de muy buena gana, pues en las ocasiones anteriores que el coro se había presentado en Tamboril se creó un vínculo especial entre los espectadores – quienes se habían arrobado ante la expresión artística y la gracia juvenil de los cantores – y los integrantes del coro, quienes se rindieron ante las manifestaciones de aprobación por parte del público.

Hasta ahí, repito, no hay nada extraño. Nada escabroso. Como muchas veces sucede, sin embargo, las cosas comenzaron a torcerse sin intención. O, mejor dicho, a pesar de las buenas intenciones de todos los involucrados en el suceso.

Por un lado, un grupo de señoras de la parroquia decidieron tener una atención especial para sus invitados. Decidieron, como buenas madres de familia que eran todas, asegurarse de que sus cantantes consentidos estuvieran bien alimentados para que tuvieran suficientes fuerzas para cantar. Así, tan pronto llegaron los muchachos y las muchachas, fueron invitados a pasar a una rancheta contigua a la sacristía donde las anfitrionas habían servido un surtido y sustancioso tentempié, que incluía – desde luego – embutidos y un muy navideño cerdo asado.

Y, por el otro lado, los cantantes y los músicos demostraron su educación doméstica y, para el deleite de las damas de Tamboril, le hicieron honor al ágape y dispusieron de la comida con apetito y agradecimiento.

Ahí mismo, como se verá después, se le retorció el rabo a la puerca.

Resulta que hubo dos miembros del coro que honraron la molestia que se tomaron las señoras tamborileñas con especial entusiasmo. Se trató de una pareja de hermanos – un hermano y una hermana – a quienes les gustaba la comida tanto como lo denotaban sus rechonchas anatomías.

Por decoro y por respeto a sus respectivas trayectorias profesionales omito sus nombres. Llamémosles simplemente Gordito y Gordita.

Pues bien, Gordito y Gordita – barítono él, contralto ella

y ya no diré más – fueron los que más comieron. Tanto así, que el joven director del coro llegó a preocuparse del efecto que pudiera tener semejante hartura en los diafragmas y las capacidades respiratorias de ambos. Así de serio se tomaba el director del coro su oficio. Pero más serios todavía eran Gordito y Gordita cuando de comida se trataba.

Pero sigamos con la historia. El concierto de villancicos comenzó puntualmente. El coro, vestido con sus togas celestes y sus esclavinas azul marino, entró en perfecto orden y ocupó su lugar en las escalinatas del altar de la iglesia. La pequeña orquesta se ubicó del lado izquierdo. En medio de aplausos, el director entró y se colocó frente al público – que, como se esperaba, llenaba la iglesia – e hizo una reverencia.

Show time. El coro inició con una interpretación a capella de Adeste Fideles que fue muy bien recibida por la audiencia. Buen comienzo.

A esa primera canción siguieron, en un alarde de variedad en el repertorio, un villancico español y otro mexicano. Mejor aún. El escenario estaba preparado para lo que seguía: un pimentoso merengue navideño. Los muchachos y las muchachas sabían que eran esos alegres merengues – que el coro interpretaba con un suave balanceo al ritmo de la tambora – los números que más gustaban al público de Tamboril.

Tan pronto comenzó el merengue, se sintió un positivo cambio de actitud en el público. Ya de por sí se notaba que éste estaba contento con el coro, pero el merengue alegró aún más el ambiente. Era un momento muy especial del concierto. Casi mágico.

Y ahí, en ese preciso y breve espacio de tiempo en que la comunión entre los artistas y su público era casi perfecta, comenzó la hecatombe.

Como si fuera de la nada, surgió la peste. Tímidamente al principio, pero en la medida que el merengue se iba calentando, fue haciéndose más fuerte. Un efluvio fétido, de evidente origen intestinal y de inusual potencia, empezó a circular entre las filas del coro.

Al comienzo, la pestilencia no tuvo mayores consecuencias. El coro siguió con el merengue sin mayores problemas. Pasará pronto, supongo que pensaron aquellos y aquellos que tuvieron la mala suerte de experimentarla. Pero el desagradable olor a sentina persistía, señal clara de que la fuente donde se originaban las emanaciones seguía funcionando.

Como es lógico suponer, a los pocos compases el coro comenzó a flaquear. Por aquello de que el que olió comió, un buen grupo de los integrantes del coro dejaron de cantar, conteniendo la respiración y limitándose a mover los labios para dar la impresión de que seguían el merengue.

De inmediato, el director, quien conocía cada voz del grupo como la palma de su mano, notó extrañado el silencio parcial del coro. A los pocos segundos, cuando fue alcanzado por la maloliente e invisible nube, comprendió de qué se trataba.

El coro terminó el merengue a duras penas, sin que el público se percatara de que algo perturbador ocurría en las filas del coro. Así fue, hasta que – en la mejor tradición de Juan Antonio Alix, precursor absoluto de los follones eclesiásticos – las potentes y odoríferas emisiones – que no se detenían – empezaron a penetrar las filas del público.

Las primeras personas ajenas al coro que sintieron sus efectos fueron dos beatas que estaban sentadas en la primera fila. Al instante, las dos pusieron cara de desagrado, intercambiaron una mirada interrogadora y ambas negaron con sus cabezas. Entonces, al mismo tiempo, volvieron su atención hacia el cura párroco, quien ocupaba el extremo del banco, y le lanzaron una mirada severa, suponiendo que era el cura el autor de tal desaguisado. El párroco ya había sido alcanzado por la penetrante fumarada, y sospechando por dónde iban las cosas, se puso de pie y abandonó discretamente el concierto. Como el bombardeo continuó en ausencia del cura, las beatas no tuvieron más remedio que absolverlo.

Precariamente, el coro completó la primera parte del concierto. Durante el intermedio, se desató un intenso murmullo en el público, pues no había forma de ignorar de dónde provenía la peste. Creo que fue durante ese cuchicheo que se llegó a afirmar que hasta la imagen del santo patrono del pueblo había fruncido la nariz ante el vigor del acoso olfativo.

Tras bambalinas – es decir, en la sacristía – también había conmoción. Desde el director, quien se la pasó repitiendo que hacer química con el público significaba otra cosa, hasta los dedos acusadores y las expresiones de no-me-miren-a-mí que se intercambiaban a diestra y siniestra. Las sospechas, como no es difícil imaginar, recayeron en Gordito y en Gordita.

Ambos lo negaron con vehemencia. Demasiada vehemencia, tal vez. Pero la hora de continuar con el concierto llegó sin que pudieran avanzar las pesquisas. La magia, tristemente, se había esfumado. El coro interpretó las canciones de la segunda parte frente a una audiencia que estaba más pendiente de la sorprendente continuidad de las irradiaciones pestíferas que de la música.

El concierto terminó sin pena ni gloria, y sin que se conociera quién había sido el autor – o la autora – de aquel despropósito. Esa parte se convirtió en un misterio. No tengo que decir que no volvieron a invitar al coro a Tamboril.

***

Los años pasaron y el episodio aciago de Tamboril pareció hundirse en el olvido. Es verdad que el tiempo lo cura todo, aunque también es cierto que el mismo tiempo acaba con todo. De aquel coro juvenil sólo quedan los recuerdos.

En cuanto a lo sucedido esa noche en Tamboril, ya me había hecho la idea de que nunca se sabría toda la verdad.

Hasta que hace poco me tropecé con Gordito y conversamos un rato acerca de los viejos tiempos. Compartimos un par de carcajadas y, por un instante, volvimos a ser como fuimos. Antes de que nos diéramos cuenta, estábamos recordando el concierto de Tamboril.

Entonces, tal vez porque sentía que la ocasión se me escapaba, me atreví. – Gordito, dime la verdad. Ha pasado mucho tiempo. ¿Fuiste tú? – le pregunté. Gordito pareció dudar, pero cedió ante la necesidad imperiosa de sacarse la culpa del sistema. – Fue el salami – asintió, con tanto alivio como vergüenza. Y añadió: – No lo pude evitar – como si quedara alguna duda.

No dije más. Le di una palmada en el hombro – como un gesto de solidaridad con él y con su aparato digestivo – y, portando la última pieza del rompecabezas de aquel follón, di media vuelta y me fui.

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