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El fantasma de La Trinitaria

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– Yo lo vi. Con mis propios ojos. Es verdad. Nadie me lo contó – dijo atropelladamente la joven señora. Hablaba en frases cortas, como si el terror que se reflejaba en sus ojos no le permitiera otra cosa. Sus tres interlocutores, sentados en torno a una de las mesas de pino de Olé, la escuchaban con expresión de asombro, a medio camino entre el morbo que provoca coquetear con el misterio y la envidia de no poder ellos presentarse como protagonistas de la historia.

La cafetería estaba repleta, como era normal en las noches de verano. A corta distancia del grupo, en una mesa contigua, Miguel escuchaba con disimulo la conversación. La señora contaba su encuentro con la aparición por enésima vez, con lujo de detalles. – Salió de la nada, volando como un murciélago gigante, rodeado de un resplandor que no es de este mundo – describía. – Por poco me pongo mala. Me da tiriquito recordarlo. No vuelvo de noche por ahí ni que me paguen – decía, y se estremecía como si tuviera frío en pleno agosto.

Miguel no se aguantó y, sabiendo que parecería un entrometido en conversación ajena, se atrevió a abordar al grupo. – Disculpe mi indiscreción – dijo desde su mesa lo más cortésmente que pudo. – No pude evitar oírla. A un amigo mío le pasó algo similar – mintió para ganar simpatía y para distraerlos del hecho de que tenía un largo rato comiendo boca. – ¿Dónde fue que le sucedió eso que cuenta? – preguntó.

La señora no pareció molesta por la flagrante intromisión. Todo lo contrario. Parecía feliz de haber ampliado su audiencia. Con aire de experta en lo desconocido, se dirigió a Miguel. – En una calle de La Trinitaria – respondió.

Miguel asintió, como comprobando algo, y puso su mejor cara de azorado. – El mismo sitio donde le pasó a mi amigo – dijo, provocando un suspiro de escalofrío en la mesa.

Es oficial, se dijo Miguel mientras se levantaba y se alejaba, dejando el tema encendido. Quién lo hubiera dicho, pensó. Acababa de nacer el Fantasma de La Trinitaria.

***

Lo primero que viene a mi mente al recordar aquel verano ya lejano es que, en efecto, el ocio es el padre de todos los vicios. ¿Cuánto tiempo se necesita para que un grupo de adolescentes, con muchas noches de vacaciones sin nada que hacer comience a inventar lo que no debe? Muy poco, en realidad.

Después de todo, sentarse bajo el mismo farol a hacer las mismas historias de Juan Bobo y Pedro Animal sólo alcanza para llenar unas pocas noches. Otras actividades tampoco dan para mucho. Hasta aquella travesura de tocar los timbres de las casas y salir corriendo pierde la gracia rápidamente.

Lo que estoy diciendo es que, en más de un sentido, el surgimiento del Fantasma de La Trinitaria era inevitable. Cuestión de tiempo. Y tiempo – junto con la creatividad y las ganas de incordiar – era lo que más tenían Miguel y sus seis amigos.

A mitad del verano y en el afán de buscar qué hacer, los muchachos notaron que el tramo de calle más oscuro de todo el barrio pasaba por el lado del patio de la casa de Miguel. Eran veinte metros en los que las cañafístolas sembradas en las aceras unían sus copas y creaban un túnel de oscuridad casi absoluta. El único bombillo de la luz de la calle, de por sí muy tenue, estaba instalado en un poste a una altura mayor que los árboles, lo cual acentuaba aún más las sombras.

Además de estas condiciones – que probarían ser ideales para el invento – un seto espinoso y denso de más de cinco pies de altura separaba al patio de la acera. De ahí a diseñar una experiencia de terror sólo había un paso.

Con un higüero hueco hicieron la cabeza. Un pedazo de madera sirvió para el marco de los hombros. Lo vistieron con un flux y un sombrero de fieltro oscuros que habían pertenecido al papá de Miguel. Para mantenerlo liviano y maniobrable, no lo rellenaron con nada. Dejaron la ropa al aire, cosiendo el pantalón al saco y cubrieron el triángulo donde debía verse la camisa con un buen trozo de papel de aluminio para reflejar la luz. Como pincelada final, le anudaron una chalina negra.

Le amarraron cincuenta pies de soga y la pasaron por una de las horquetas más altas de uno de los árboles. Esto les permitiría convertir al monigote en una especie de espantapájaros volador, accionándolo a voluntad sin ser vistos desde su guarida detrás de los setos.

La función estaba lista. Sólo necesitaba espectadores. O, mejor dicho, víctimas.

Decidieron estrenar su ocurrencia la noche del mismo día en que la construyeron. A eso de las nueve, cuando la oscuridad era completa, ya estaban Miguel y sus cómplices agazapados en su escondite, con la soga en las manos, esperando por los primeros incautos.

No tardaron en llegar. Le tocó a una pareja en una motocicleta, que se metieron en el corredor de sombra mientras sostenían una animada conversación. En el momento justo, los muchachos soltaron la soga, de forma que el muñeco planeó a pocos metros frente a la motocicleta. Hasta ahí llegó la conversación.

El débil farol del vehículo creó un halo azulado alrededor del papel de aluminio, lo cual produjo un efecto espectral. Miguel, quien dirigía las operaciones, esperó lo más que pudo para dar la indicación de izar el muñeco, el cual por un tris no chocó en su ascenso con las cabezas de los motoristas.

Por respeto a los lectores no reproduzco aquí la sarta de dichos que profirieron las bocas de esos pobres inocentes. Solo diré que San Antonio se hubiera sonrojado como una monja que entra por error a un cabaret. El que manejaba la motocicleta apenas acertó a acelerar a fondo.

Se alejaron de la escena del misterio como una exhalación. Todavía a ciento cincuenta metros del arco de cañafístolas se escuchaban los chillidos de la mujer que iba de pasajera. – ¡Acelera, carajo, acelera! – apremiaba la señora al conductor, a pesar de que ni éste necesitaba ser apremiado ni la motocicleta daba para más.

Detrás de los arbustos, los muchachos se revolcaban de la risa. El experimento había funcionado de maravilla

incluso había superado las expectativas. Entre carcajadas ahogadas, Miguel llamó al orden. Había que reagruparse, pues entre nueve y once de la noche pasaban bastantes personas por esa calle, y a todas había que darle lo suyo.

A partir de ese momento, ya no fue problema encontrar qué hacer por las noches. Puntualmente se reunían el puñado de amigos en el patio de Miguel a subir y a bajar su marioneta de tamaño natural. Así recibieron el susto de su vida los que atinaron a pasar por ahí, ya fuera a pie, en bicicleta o en cualquier otro medio de transporte. Y así acumularon los muchachos las vivencias y las risas que convertirían en inolvidable ese mes de agosto.

Poco a poco, lo que comenzó como un juego, fue asumiéndose con la seriedad de quien sabe que está construyendo un mito. Las técnicas para mover el muñeco fueron refinándose, llegando aquella asociación de pícaros a crear diferentes coreografías dependiendo del tipo de vehículo de que se tratase.

Incluso, Miguel impuso la disciplina de no sacar al muñeco todas las noches para evitar exponerlo demasiado. Las noches que no lo sacaban, se dedicaban a repararlo, a idear nuevas maneras de enriquecer la ilusión y a revivir los episodios más hilarantes de su máquina de sustos.

Como es de suponer, muy pronto la gente comenzó a hablar de lo que sucedía en ese pedazo oscuro de calle. La imaginación y el deseo enfermizo de creer en lo sobrenatural – ayudados por un par de exageraciones interesadas y oportunas – completaron lo que Miguel y sus amigos iniciaron. Las apariciones del Fantasma de La Trinitaria, confirmadas tanto por testigos reales como falsos, se convirtieron en la comidilla del verano.

***

Todo lo que sube baja. Al Fantasma de La Trinitaria el ocaso le llegaría rápidamente. Su final comenzó la noche en que, sin saberlo, le tocó la mala suerte de encontrarse cara a cara con un policía secreto que pasaba en su carro por sus dominios. El policía se asustó como pocos y puso tierra de por medio a una velocidad asombrosa, a pesar de que era un tipo que no creía ni en su madre. Tal vez fue su descreimiento – o su carencia absoluta de sentido del humor – lo que lo hizo volver la siguiente noche al lugar donde aparecía el Fantasma.

Los muchachos se quedaron petrificados cuando el policía bajó del carro y alcanzó a agarrar al muñeco por una pierna. Al halarlo, el mecanismo de flotación quedó en evidencia. El policía comenzó a gritar amenazas, con una mano agarrada al monigote y la otra apoyada en su arma de reglamento.

Era tarde para correr. Los muchachos salieron de su escondrijo uno a uno. Los alineó a todos – siete en total – en un lugar de la calle que estaba iluminado, como si fueran una banda de cuatreros. Al final de la fila, desinflado en el suelo, yacía el muñeco como si fuera un delincuente más y no el cuerpo del delito.

El policía no estaba preparado para que fueran tantos los titiriteros del fantasma. No cabían en su carro, por lo que no podía llevárselos presos por vagancia y por alterar el orden público. Tampoco tenía cómo enviar por refuerzos. Mientras decidía qué hacer, aprovechó para rellenarlos a boches.

En esas estaba, cuando pasó por allí un vecino en su carro. El policía lo mandó a parar y se identificó de inmediato. – ¿Qué pasa, agente? – preguntó el señor desde el asiento del chofer. – Necesito llevar a estos maleantes al cuartel y no caben en mi carro – explicó.

El vecino no tenía un pelo de tonto – y él mismo había sido de los asustados por el Fantasma – y de un vistazo comprendió la situación. Sin bajarse de su carro, empezó a ablandar al policía. – No, ombe, no, agente. Esos muchachos son buenos. Lo que pasa es que no tienen oficio. Yo los conozco a todos. Lo que están haciendo son cosas de muchachos. Deje eso así, que no pasa nada – le dijo en tono conciliador.

Miguel, que hasta ese momento no había encontrado su lengua, pudo al fin decir algo. – Sí, ombe, agente. Dénos un chance. Le prometemos que rompemos el muñeco y no lo volvemos a hacer – pedía con una pose de niño bueno capaz de enternecer a un verdugo.

El policía dudaba. Pero entonces se paró otro vecino a curiosear, que – tan pronto entendió la farsa – lo que hizo fue reírse ruidosamente. Cuando el policía vino a ver, tenía un coro de risas a su alrededor. No tuvo más remedio que despacharlos a todos.

Ahí mismo se rompió la taza. Y ahí mismo terminó la carrera del Fantasma de La Trinitaria. El mito creado a su alrededor, sin embargo, sobreviviría por un buen tiempo. Todavía hay quien repite historias acerca de una aparición que vaga de noche por las calles de La Trinitaria. Pareciera que alguien, a través de los años, se ha ocupado de mantener viva la leyenda. Siete nombres tiene la lista de los sospechosos de ser responsables de ello.

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