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El barrio al desnudo

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Cuando nos desnudamos, no tenemos escapatoria. En lo literal y lo figurado, en la desnudez se hace visible lo que normalmente no lo es y la verdad reluce. Imposible, entonces, esconder belleza y fealdad, virtudes y miserias. Sucede con los cuerpos cuando son despojados de vestiduras y cosméticos, y sucede con las almas cuando los dilemas inevitables de la vida las ponen en evidencia.

También los países, las ciudades y los barrios – por más trucos de ilusionismo que quieran hacer los que gobiernan para engañar al observador – terminan mostrándose como realmente son. Sólo hay que mirar un poco más allá de lo evidente para apreciar las maravillas materiales y humanas de una comunidad, o para angustiarse ante sus falencias.

***

Por esos vericuetos divagaba el pensamiento de Darío aquella mañana de domingo. Mientras su mente daba tumbos entre desnudeces metafóricas y textuales, el cuerpo físico de Darío también deambulaba. Como otras veces, se había subido a su vehículo y había manejado directamente hasta Los Pepines, y ahora recorría lentamente, una por una, las calles de su antigua barriada.

Sin orden particular, pero sin obviar ninguna esquina ni ningún rincón, Darío barría el barrio. Y sin poder evitarlo, su cerebro iba y venía, disparado por la multitud de imágenes, olores y sabores que el paseo rescataba de su memoria.

A esa hora, nueve y pico de la mañana de asueto, el barrio estaba despierto pero aún se desperezaba. El aire estaba fresco y la luz oblicua del invierno acentuaba los colores, contrastándolos contra el cielo azul intenso.

Hacía décadas que Darío ya no vivía en Los Pepines, sin embargo sentía que aquella treintena de cuadras seguía siendo su hábitat natural. Nacido y criado en la parte más alta del sector, en la Calle General Cabrera entre Sabana Larga y Santomé, Darío fue tan pepinero como el que más: monaguillo en la iglesia de la Altagracia, scout de la tropa 76, asiduo a la plazoleta central del Parque Colón y deportista dedicado en la cancha de básquet del Liceo Onésimo Jiménez y en los juegos de pelota con fuerza de la explanada del Monumento.

Tal vez por eso no era extraño que Darío, de vez en cuando, se dejara llevar por el gusto de pasear, en solitario y sin rumbo fijo, por Los Pepines. Era una manera rápida, pensaba Darío, de reconectar con su esencia.

Aquel domingo, sin embargo, fue un chin diferente. Porque aquella mañana, Darío quiso desnudar al barrio, e intentó mirarlo con toda la sinceridad que fue capaz de reunir. ¿Qué hay en Los Pepines, más allá de la nostalgia?

***

A Darío no le dio mucho trabajo encontrar belleza en la desnudez de Los Pepines. En primer lugar, lo evidente: una trama urbana bien definida, si bien carente de lujos y pretensiones, con la acera como espacio principal donde transcurría la vida del barrio. Y no cualquier vida, pensó Darío, sino una vida buena, que no es lo mismo.

Mira qué gran tesoro, se dijo Darío: una vida buena, que tampoco es lo mismo que lo que normalmente llamamos “buena vida”. No, señor. En Los Pepines nunca sobró lo material, pero sí existían todos los elementos necesarios para una cotidianidad digna, diversa y enriquecedora.

Mientras doblaba esquinas y devolvía saludos, Darío hizo una lista mental de cuanto contribuía al sazón especial que tenía la vida del barrio.

Tres escuelas públicas y dos colegios privados de larguísima tradición conformaban la oferta educativa en Los Pepines, complementados por la igualmente venerable Academia Santiago. Par de emisoras de radio, y por lo menos un genio de la pintura que trabajaba su arte con puertas y ventanas abiertas hacia la calle, para que el color saliera y tiñera al barrio de azules profundos y rojos encendidos.

Darío sonrió con su propia ocurrencia de permitirse un giro poético al descubrir y describir la bella desnudez de su barrio de siempre. Siguió enumerando en su mente.

Una parroquia perfectamente encarnada en su comunidad, con mucho más que ofrecer que oficios religiosos para domingos y fiestas de guardar. De ahí, de la misma iglesia de la Altagracia donde lo bautizaron y donde fue monaguillo, surgieron frutos como la Sociedad Caballeros de la Altagracia, el Dispensario Médico y nada menos que la Cooperativa La Altagracia.

¿Y qué decir del Parque Colón? Un poderoso imán para todo tipo de actividades: desde los juegos infantiles hasta las retretas nocturnas. Y más que eso. Darío recordó que era el Parque Colón el lugar donde se citaban todos los lechones – fueran pepineros o joyeros – en los domingos de carnaval.

Mucha vida la de Los Pepines, pensó Darío. Sobre todo – más allá de instituciones públicas, civiles o religiosas – la vida común de las personas comunes: las casas con las puertas abiertas hacia la acera, las peñas en las esquinas, las fiestas populares en las calles.

***

¿Tenía Los Pepines su lado oscuro? A pesar de la larga lista de virtudes que, sin mayores dificultades, rescató de sus recuerdos, Darío tuvo que aceptar que no todo era color de rosa en su barrio desnudo.

Pensó, por ejemplo, en la calle más pobre del barrio, la Dr. Eldon, con su hilera de casas que daban hacia la barranca del Arroyo Nibaje, donde muchas familias vivían en piezas. O la triste realidad del subempleo, bastante común en aquellos días.

Cierto, pensó Darío, que la pobreza tiene muchas maneras de llevarse y que, en la mayoría de los casos, en Los Pepines se llevaba con mucha dignidad. Pero debió admitir que la existencia de pobreza extrema era parte de lo feo del barrio.

Y luego estaba cierta propensión a la violencia que tenían algunos tígueres del barrio. Darío recordó la aprensión que sentía cada vez que pasaba cerca de un colmado que estaba en la esquina Cuba con Achilles Michel, donde siempre había un grupo de los hombres supuestamente más peleoneros de Los Pepines, de esos que por un quítame esta paja estaban dispuestos a irse al puño con cualquiera.

De por ahí mismo, de La Chancleta, recordó Darío, era el legendario Totoño, un tipo al que no se le conocía oficio y que en el imaginario barrial personificaba al guapo de Los Pepines. Darío rescató la imagen de Totoño de su disco duro mental: un mulato bajito, pero macizo, un fuertú de los que levantaban pesas hechas con latas de pintura llenas de cemento, que además, se decía, practicaba artes marciales.

Imposible recordar a Totoño sin recordar también su célebre pelea con Mamboléalo, quien era al barrio de La Joya lo que Totoño era a Los Pepines. Eran tiempos, entre finales de los sesenta y principios de los setenta, en los que el viejo antagonismo entre las dos barriadas estaba en un punto álgido. Los pleitos entre grupos, puramente territoriales, eran frecuentes y faltaban años para que las competencias deportivas – especialmente el baloncesto – canalizaran la rivalidad hacia formas más constructivas.

Le tomó un esfuerzo a Darío recomponer en su mente la estampa de Mamboléalo: un tipo alto, delgado, medio jabao y completamente greñú. Recordar la tarde del pleito famoso le costó menos, a pesar de que para ese momento no había cumplido los diez años de edad.

Mamboléalo y Totoño se citaron en la esquina de la General Cabrera con Luperón. Allá llegó el de La Joya, con una cadena envuelta en el cuello, acompañado de un pequeño cortejo de tígueres. Totoño lo esperaba, rodeado de su propio grupo. A pesar de las escoltas, la lucha sería sólo entre ellos dos, y cumpliendo el peculiar código que regía las peleas callejeras de la época: todo valía, menos los cuchillos, las armas de fuego y maltratar las propiedades ajenas.

Darío y un par de amiguitos jugaban en el Parque cuando el molote se armó. De lo que pasó después Darío no tenía recuerdos, pues Don Leo Antuñano los instó a mantenerse alejados de la escena, voceándoles desde la galería de su casa, en la esquina General Cabrera con Cuba.

Lo que sí retuvo Darío – tal vez porque luego se comentó hasta la saciedad – fue la intervención de Don Fello Solano, quien llegó al lugar del pleito y, a fuerza del puro respeto que inspiraba, separó a los dos gladiadores y repajiló a la pequeña multitud que allí pendenciaba.

***

Finalmente, Darío completó su recorrido y, mientras conducía hasta su casa, pasó balance de las luces y las sombras de sus recuerdos. Como era de esperar, reconoció, de las dos hay. Pero no intentó valorar cuáles pesaban más en su apreciación.

Sin embargo, el ejercicio de intentar mirar su viejo barrio como realmente era no lo dejó indiferente. Qué va. Ahora, si era posible, lo quería aún más. Por alguna extraña razón, ahora se sentía más pepinero que nunca.

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