
Agazapado sobre el borde del arrecife, Silverio recogió la línea por última vez. Nada. Aquella mañana los peces estaban en otro sitio. En el tiempo que tenía en el oficio no recordaba un día de tan poca pesca. Todos los pescadores de orilla que frecuentaban el farallón del Fuerte San Gil se irían con las manos vacías.
Empezó a recoger sus bártulos con la esperanza de que el atardecer trajera mejor suerte. Había muy poco viento, observó Silverio, y el mar estaba sereno como una laguna. Era una calma extraña, pues ya había pasado la hora en que el terral habitualmente daba paso a la brisa del sureste. Mar de borrasca, había dicho de pasada Benigno, el pescador más veterano del grupo.
La tranquilidad del agua hacía que se vieran más grandes – y más amenazantes – los barcos de guerra fondeados frente a la desembocadura del Ozama. Hacía más de un mes que el acorazado Memphis y su escolta, el cañonero Castine, estaban anclados en las narices de los capitaleños, como un opresivo recordatorio de quién mandaba ahora.
Silverio sintió que el pique le volvía a agitar el pecho. Se limitó a escupir su indignación sobre las rocas. Malditos americanos. Eso es lo que nunca entenderá Papá, pensó con desagrado. Sin poder evitarlo, recordó el pleito del día anterior. Después de meses de choques suavizados por la mano mágica de su mamá, Silverio y Fermín, su padre, finalmente se habían ido de palabra. El motivo en esa ocasión fue, precisamente, la presencia de los marines en suelo dominicano.
Mientras Silverio tenía una postura radical contra las fuerzas de ocupación, Fermín era más moderado en sus juicios, sin dejar de lamentar el hecho. Cuando vinieron a ver – y sin que esta vez Clementina y su magia pudieran impedirlo – la discusión había subido de tono y color
hasta culminar con un portazo de Silverio y una sensación de ruptura definitiva en el aire de la casa del barrio de la Misericordia.
Al amanecer de ese día, Silverio se despidió de Clementina sin mirarla a los ojos. Llevaba su ropa liada en una sábana y una expresión de machete untada en la mirada. La madre se limitó a recitar la fecha y el santoral del día. – Hoy es martes 29 de agosto de 1916 – anunció Clementina – Martirio de Juan el Bautista – añadió, como quien reconoce un presagio.
Durante la sequía de la pesca, y mientras rumiaba el altercado, la rabia de Silverio contra su papá y contra los gringos no había hecho más que crecer. Con todos sus aperos al hombro, Silverio se alejó de la costa y se dispuso a encontrar una pieza donde pasar la noche
la primera que pasaría desterrado de la casa paterna.
***
Poco antes de las tres de la tarde resultó evidente que ese día no habría pesca vespertina. Para esa hora, las olas – tal como había augurado tímidamente el viejo Benigno – ya tenían categoría de temporal.
Una pequeña multitud se había formado en el Paseo Presidente Billini a contemplar el espectáculo de los poderosos burros de agua estrellándose contra las rocas. A ella se unieron Silverio y Fermín
cada uno por su lado y sin notar el uno la presencia del otro.
A eso de las tres y media, la atención del gentío se dirigió hacia las naves norteamericanas. Se notaba que no las tenían todas consigo frente al temporal. Alguien cerca de Silverio sugirió que el Caribe se había encabritado porque quería quitarse de encima los pesados buques de guerra. Silverio no hizo ningún comentario.
En pocos minutos quedó claro que, para los tripulantes de los barcos, se trataba de una lucha por sobrevivir. El rumor se esparció por la Capital como una humareda, y en muy poco tiempo estaba toda la población volcada en el malecón, pendiente del drama que se desataba a la vista de todos.
Las olas seguían creciendo en tamaño y poderío. Eran verdaderos monstruos. Frente a ellas los barcos gringos no parecían ni tan grandes ni tan fieros, pensó Silverio, no sin cierta sorna. Cerca de las cuatro, la muchedumbre vio con incredulidad que una lancha de vapor cargada de marines hasta el tope salía por la boca del río a reunirse con el Memphis.
Deben ser los marineros que desembarcaron después del mediodía a jugar béisbol, comentó alguien. Es una insensatez salir con ese mar, replicó alguien más. Silverio observaba y callaba.
No bien dejó la lancha la desembocadura del río, cuando quedó ésta prácticamente a merced de olas de más de treinta pies. Cientos de gargantas empezaron a ulular al ritmo de las subidas y bajadas de la embarcación. Algunas mujeres, presintiendo lo que sucedería, empezaron a sollozar ruidosamente.
La inminencia de la tragedia hizo que la ignominia de la intervención militar pasara a un segundo plano. A esas alturas, ya nadie – ni siquiera Silverio – tenía ánimos para observaciones mordaces a costa de los marines.
Sin posibilidades de llegar a su barco madre ni de volver a puerto, la lancha siguió maniobrando inútilmente contra las marejadas. Cuando la lancha no pudo trepar una enorme pared de agua y se viró, el alarido de la multitud se elevó por encima del rugido del viento y de las olas.
Horrorizada, la población de Santo Domingo vio cómo caían al mar una treintena de cuerpos
y cómo las cabezas eran tragadas, una por una, por las aguas enfurecidas.
Sin que mediara coordinación alguna, un grupo de espontáneos – muchos de ellos pescadores de arrecife – se congregó frente a la playa del Placer de los Estudios para organizar rápidamente cómo ayudar a los marineros en desgracia. El hijo de Fermín se acercó, resuelto a hacer su parte.
Decidieron que los mejores nadadores – entre los que se contaba Silverio – se amarrarían cuerdas a la cintura e intentarían nadar hasta los hombres del Memphis. Una media docena de voluntarios arriesgarían sus vidas para salvar las de los náufragos.
Fue en el momento en que Silverio se hacía el nudo en la cintura que encontró la mirada acerada de Fermín entre la multitud. En el instante que la sostuvieron parecieron no decirse nada.
Apremiados por la urgencia – y sin pensar demasiado en lo que estaban haciendo – los voluntarios se lanzaron a las oscuras aguas.
Comenzó así una lucha que se extendería hasta más allá del crepúsculo. Por horas, los nadadores forcejearon contra las corrientes. Una y otra vez, fueron estrellados contra la playa por las olas. Y una y otra vez, volvieron a lanzarse al agua, tratando de alcanzar a cualquiera de los malogrados tripulantes.
A un alto costo, los improvisados rescatistas lograron regatearle un puñado de vidas a las entrañas del mar. Lo que no pudieron impedir fue que veinticinco marineros perecieran ahogados o despedazados contra las rocas.
Ni siquiera el Memphis, con todo y su tonelaje y la potencia de sus motores de vapor, consiguió escapar de la tormenta. Justo a las cinco de la tarde, el flamante acorazado fue encallado a pocos metros del farallón. Desde allí, con la intervención principal y voluntaria de muchos capitaleños, fue evacuada el resto de la tripulación, incluyendo numerosos heridos.
Cuando finalmente Silverio salió del mar ya era la noche cerrada de un día terrible. El agua había cambiado algo en su interior. Sus ideas eran las mismas, pero algunos sentimientos habían sido lavados por la tempestad.
Silverio trepó hasta la calle, todavía repleta de curiosos, y buscó entre la multitud algo que había perdido. No lo encontró, pero sabía dónde buscarlo.
***
Aquella noche, Clementina recibió a Silverio con vivas y abrazos. Ni Silverio ni Fermín dijeron gran cosa. Silverio se acostó en su cama de siempre, vapuleado por el esfuerzo del rescate. Fermín se acostó en la suya, agotado por las angustias de aquel día negro. Un día de grandes pérdidas. Y, sin embargo, los dos durmieron profundamente. Porque también fue un día de grandes hallazgos.